Una mañana de febrero la diseñadora Agatha Ruiz de la Prada camina, inquieta, por el Museo de Arte Contemporáneo de Lima. Faltan treinta y cuatro horas para la inauguración de su muestra y ella revisa compulsivamente su smartphone mientras atraviesa el jardín y luego se pierde en la oficina de administración. Responde, distraída, las preguntas de los periodistas que han venido a buscarla y, minutos después, vuelve a caminar hacia el cuarto vacío donde ya deberían estar montando su exposición. Su desesperación, aunque parece la de una niña ansiosa por su regalo de cumpleaños, es mucho más seria: hace dos días, cuando llegó a Lima y fue a ver cómo iba todo en el museo, descubrió que los maniquíes de Perú eran significativamente más grandes que los de España y no servirían para exhibir sus trajes. 

Horas después, los directivos habían conseguido la colaboración de un instituto de diseño de modas de Lima que les prestaría cuarenta y siete figuras con una medida especial durante los dos meses que las necesitaban. Pero ahora, a pocas horas de la inauguración, Agatha Ruiz de la Prada está inquieta porque aún le faltan tres maniquíes y la persona que se encargaría de conseguirlos no da señales de vida.

—Ya debéis pensar que estoy loca pero esto me pone mucho más nerviosa que mi desfile del domingo en el Fashion Week de Madrid- explica la diseñadora española y vuelve a preguntarle a uno de los organizadores si han podido contactar a la mujer.

—Algo tiene que haber pasado. ¿Por qué no llamáis de nuevo? No viene nadie y estamos un poco en pelotillas porque hay que empezar a ver los trajes ahí puestos -insiste.

Foto: Alonso Molina

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Agatha Ruiz de la Prada, la diseñadora que en los años noventa consolidó un imperio con su nombre -que abarca desde la indumentaria femenina hasta cascos para motos, puertas blindadas y muebles, entre los más disimiles objetos-, todavía se molesta cuando alguien define a sus diseños por el color.

«Me choca que solamente vean el color. Si hay algo que me caracteriza es, sobre todo, las formas», dice. Si algún distraído la viera ahora, sentada en un extremo de la oficina de administración del MAC, con su falda multicolor, su polo fucsia y sus zapatos azules –la línea más urbana de su marca– podría pensar que acaba de decir una excentricidad. Pero basta con rastrear un poco en la historia de sus colecciones –o visitar su muestra en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima- para descubrir el vestido Caja, que presentó en 1988 en la pasarela Cibeles, Madrid, como un homenaje al escultor estadounidense Donald Judd y hoy –en su reinterpretación- está dedicada a Andy Warhol y sus cajas Brillo, o encontrar su traje Ojos y Boca, que tanto recuerda al surrealismo de Dalí y su Menina, en homenaje al pintor español Diego Velázquez, entre muchos otros.

«Hay mucha gente que no me entiende y se pregunta por qué hago cosas tan raras –cuenta mientras mira de reojo su teléfono- . Pero yo vengo más del mundo del arte que del mundo de la moda. Mi padre –el arquitecto Juan Manuel de la Prada y Sanchiz- era coleccionista de arte, entonces desde chiquita estuve en contacto con ese mundo. Nunca hubiera sido la misma si no hubiera venido de ahí».

Antes de trabajar como ayudante del modisto español Pepe Rubio y presentar su primera colección en 1981, Agatha Ruiz de la Prada todavía soñaba con ser pintora. «Empecé con el dibujo y de ahí pase a la moda. Pero en esa época, el mundo de la moda estaba muy alejado de la cultura y el arte» Hoy dice, esa tendencia ha cambiado y por eso le divierte hablar de la moda como arte. En su estudio –donde ahora también trabaja su hija historiadora, Cósima Olivia Ramírez Ruiz de la Prada- desde hace varios años dedican dos horas al día para leer, ir a exposiciones, conciertos y conferencias. «Uno de nuestros directores generales siempre decía que un estudio de modas debe dedicarle ese tiempo mínimo a la cultura y eso lo hemos hecho siempre», cuenta. Esa retroalimentación, que ya estaba presente en la vanguardia de su primer desfile, es la que la ha llevado a los Museos de Arte Moderno de París y al Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofia de Madrid.

Foto: Alonso Molina

«Hay gente que todavía no entiende lo que significa estar en un museo, pero a mí me interesa la democratización de la moda –explica horas después, mientras su teléfono comienza a vibrar-. Cuando yo hago un desfile vienen los amigos y conocidos de los organizadores, pero si no perteneces a ese mundo del Fashion Week, no puedes entrar. En cambio aquí estamos abiertos para que pueda venir quien quiera: un abuelo con sus nietos, la señora de la casa de enfrente, quién sea. Lo importante es llegar a la máxima cantidad de gente posible».

Dice eso, y vuelve a caminar, inquieta, hacia la sala pintada de fucsia donde pronto estarán sus trajes. Entonces ve a Claudia García de la Burga, la coordinadora de estudios de la escuela de modas Mod’Ar, junto a los maniquíes que le faltaban para el Menina Estrella y el Menina Flor.

—Al fin has llegado. Ya deben haber pensado que estaba loca –le dice y se ríe, nerviosa. 

El otro maniquí, le avisan, se lo prestará una alumna de la escuela y llegará durante la tarde. Entonces, Agatha Ruiz de la Prada, Marquesa de Castelldosríus Grande de España y Baronesa de Santa Pau, se siente tranquila y se pone los guantes blancos para ayudar a transportar los trajes desde el depósito hacia la sala y comenzar a montar la exposición.

Publicado en revista Asia Sur (Edición 155) , Febrero de 2014.