Alexander Zimmermann está sentado en el consultorio de su psicólogo. Escucha la grabación del sonido del mar que el hombre reproduce en su computadora y cierra los ojos. Intenta relajarse, afloja el cuerpo en el sillón de cuero sintético negro y escucha el ruido de las olas golpeando contra las piedras de la costa, el agua que se escurre por las grietas, la rompiente, la voz del español. 

—Estás en una casa y estás escuchando el mar —le dice el hombre—. Sabes que detrás de la casa está la cancha donde vas a navegar, pero no la puedes ver.

Zimmermann mantiene los ojos cerrados, la postura de descanso, y el psicólogo deportivo hace una pequeña pausa.

—Ya. Ahora sales de la casa y ves la cancha. Es una cancha horrible, la peor que te puedas imaginar.

El velerista suspira, apenas.

—Pero ahora ves un bote maravilloso, último modelo. Vas a meterlo al agua. En ese momento, cuando estás entrando al mar, llegan dos tipos y te dicen que no, que ese no es tu bote, que tu bote es aquel de allí, el de madera, ese horrible que está más allá, a la izquierda.

Otra pausa.

—Ahora estás con tu bote de madera, pesadísimo. Miras a tus costados, ves que en la flota está el campeón olímpico, sigues mirando y ves a otro medallista.

Zimmermann recrea las imágenes en su cabeza, intenta meterse en la escena y se concentra en la respiración.

—Ahora estás en la partida de la regata. Te arriesgas, haces una salida mala y te penalizan. Tienes que empezar de cero. Los otros once timoneles están avanzando.

Así se prepara para competir, desde hace ocho años, el bicampeón mundial y último campeón de los Bolivarianos en Sunfish: para lo peor. Porque en el mar lo difícil no es plantear una estrategia, sino volver a levantarse cuando todo sale mal.

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Foto: Musuk Nolte.   Arte: Felipe Esparza (Revista Regatas)

Alexander Zimmermann Vega aprendió a navegar por puro capricho. Su abuelo, Alex Zimmermann Studer, y su papá, Alex Zimmermann Novoa, fueron dos de los navegantes más prestigiosos del Perú. Pero lo de él fue pura pataleta. Era el verano de 1996. Alexander Zimmerman tenía cuatro años y no quería quedarse solo en la playa mientras su hermana Nathalie tomaba sus primeras lecciones de Optimist.

«El entrenador que estaba en ese momento le dio permiso para subirse a un bote, pero con la idea de que se asustara porque lo veía muy chiquito», recuerda su mamá, Rocío Vega González, en el documental CONTRA VIENTO & MAREA. «Pero Alexander jaló la vela, movió el timón —tal y como había visto que hacía su papá desde que tenía un año y subió por primera vez a un velero— y se fue navegando. Entonces lo aceptaron». 

Empezó como calichín —la categoría para los más pequeños—, aunque entonces todos sus compañeros de academia le doblaban la edad. Su hermana Nathalie recuerda que era tan chico que su mamá lo vestía con colores fluorescentes porque tenía miedo de que se perdiera en el agua. Ella, la mayor de los hermanos, se encargaba de cuidarlo cuando se quedaban solos. Pero él no se asustaba. Había aprendido a nadar a los dos años y no le tenía miedo al mar, ni a las olas, ni a nada. Lo único que quería era agarrar el bote y salir a navegar.

«Me acuerdo que me encantaba estar ahí. Lo único que no me gustaba mucho era dejar a mi mamá —dice Alexander Zimmermann una tarde de diciembre, dieciocho años después, y se ríe—. Cuando llegaba a tierra desde el mar y me daba cuenta de que mi mamá no estaba ahí para recogerme, me molestaba. Era niño, pues, pero mi mamá tampoco podía estar ahí siempre porque tenía que trabajar».

Dos años después, cuando la mayoría de los niños empezaba a garabatear sus primeras letras, Alexander Zimmermann ya estaba compitiendo en torneos nacionales de vela con regularidad. Con el tiempo, cuando recuerde aquellas competencias, pensará un momento, hará un recuento y dirá:

—Era malísimo.

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«En el mundo hay tantos campeones por talento como los hay por perseverancia —dice el psicólogo deportivo José Antonio Valdivieso—. Es como Roger Federer y Rafael Nadal. Federer es un virtuoso de la técnica y Nadal un peleón, un luchador. Ahora ya domina los efectos pero, cuando empezó, era solo correr y correr y pasar la bola. Los dos están ahí y, sin embargo, tienen caminos totalmente opuestos. Por eso da igual si un chico, a los diez años, es bueno o malo. En ese momento puede no tener las condiciones adecuadas, pero tiene todo el entrenamiento por delante».

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Fotos: Musuk Nolte.  Arte: Felipe Esparza.  (Revista Regatas)

Sus primeras clases teóricas en la escuela de náutica del Club Regatas le resultaban terriblemente aburridas. En algún momento, mientras escuchaba a los entrenadores y miraba cómo explicaban los movimientos y dibujaban tácticas en la pizarra, no podía evitar pensar en cuánto faltaba para que aquella tortura acabara y los dejaran, por fin, ir al mar. 

«Tenían exámenes obligatorios y él todavía no sabía leer ni escribir. Entonces ni siquiera podía tomar notas y le resultaba casi imposible —cuenta su mamá—. Aprendía la práctica, pero la teoría no la podía seguir».

Por esa época —dice Alexander— había chicos que habían empezado a navegar después que él, y al poco tiempo lo superaban. Pero a él no le importaba. Si ganaba o perdía daba igual. Lo único que quería era estar en el bote y ver la ciudad desde ahí, sentir el viento en la cara. «Había empezado muy chico y por eso creo que me demoré mucho más en aprender», contará años después.

En el verano de 1998, después de dos años navegando con timoneles mayores que él, Alexander Zimmermann empezó a entrenar con chicos de su generación, en un grupo que dirigía el entrenador Fernando Alegre. Desde entonces, no hubo quién lo detenga. «Ya estaba en otro nivel técnico y tenía muchas más horas de mar», cuenta Rocío Vega González.

«Desde muy chico siempre ha tenido mucha disciplina, que eso realmente es básico, sobre todo mientras el deporte se va haciendo cada vez más competitivo —contaba el entrenador Diego Figueroa en el documental CONTRA VIENTO & MAREA—. Hay que ser muy metódico (…), querer ganar siempre, pero entender que el proceso de entrenamiento es muy largo y es muy duro».

Eso, mientras lo dejaran estar en el agua, para él no significaba ningún problema. Era tan perfeccionista que no buscaba competir con sus compañeros, como haría cualquier otro chico de seis años. Lo único que quería era controlar el bote a su antojo. Si iba ganando una regata y el preparador le decía que se penalice, lo hacía. Si le pedían que metiera agua al bote, lo hacía. Y si se caía, se volvía a levantar. Porque si algo estaba haciendo Alexander Zimmermann era competir contra él mismo.Desafiar sus propios errores.

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Fotos: Musuk Nolte.  Arte: Felipe Esparza.  (Revista Regatas)

«Por algo la palabra error sirve indistintamente como sinónimo de equivocarse y como sinónimo de andar. Al fallar comprendemos, nos endurecemos, avanzamos (…). Los errores nos retan y nos ayudan a sostener la búsqueda», escribe el colombiano Alberto Salcedo Ramos en el ensayo LA ALEGRÍA DEL ERROR. Esa misma certeza parece haber tenido Alexander Zimmermann en sus dieciocho años como timonel. Por eso, en sus entrenamientos en el mar, en el gimnasio y en las sesiones psicológicas siempre se preparó para las peores situaciones. «Tenía que estar listo para las posiciones difíciles, esos momentos donde la mayoría se da por vencido, porque creo que esa es la diferencia entre los que ganan y los que se quedan ahí: lograr recuperarse de un error, siempre», cuenta una tarde de diciembre de 2013, después de ganar por segunda vez el Mundial de Sunfish en Delaware, Estados Unidos, y los Juegos Bolivarianos. 

En el año 2007, cuando llegó a sus primeros juegos Panamericanos, en Río de Janeiro, tenía dieciséis años, mucha menos experiencia, y se peleaba los primeros puestos con los mejores veleristas. En la última regata, un error frente a timoneles que habían sido medallistas olímpicos significaba perder. Y él, en la partida arriesgó para sacar ventaja y falló. En una partida en vela, cuando un navegante hace mal su salida y es penalizado, tiene que volver a hacer la partida mientras los demás contrincantes continúan la regata. Y eso tuvo que hacer Zimmermann. «Ya estaba en desventaja por el vientazo que había —recuerda desde su casa, en la ciudad australiana de Perth, años más tarde— y parecía que la medalla estaba perdida, pero no dejé que eso me sacara de foco. Por más grave que sea el error no puedes bajar los brazos. Hay que pelearla hasta lo último, hasta el último metro». Por eso, esa tarde se concentró en su bote, en la dirección del viento, en los movimientos técnicos, y uno a uno fue pasando a cada bote de la flota, hasta quedarse con el segundo lugar y la medalla de plata. Ese mismo año, fue elegido como el mejor deportista por el Instituto Peruano del Deporte. Y, sin embargo, esa sería su única medalla en un Juego Panamericano. Cuatro años después lo intentó de nuevo en Guadalajara, México, pero perdió el tercer lugar frente a un argentino. En el 2012, en Alemania, el frío extremo no le permitió mantener el nivel en las sucesivas regatas y volvió a fallar en la clasificación a los Juegos Olímpicos. «Eran las peores condiciones que te puedas imaginar. Hacía frío, llovía y había un viento horrible. Estaba preparado para todo eso, pero a veces las cosas no te salen, porque tampoco le pueden salir bien a todos, y hay que aprender de eso».

Porque los campeones también se equivocan. Aunque hay algunos que no les temen a sus errores.

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Del primer mundial que ganó en Saint Petersburg, Estados Unidos, en el 2012 hay un trofeo, una medalla, las fotos. Una foto. La del abrazo en el agua. 

Después de ganar una beca en el Programa de Naciones Emergentes, junto a otros nueve chicos de Colombia, Paquistán, Serbia, Moldavia, Trinidad y Tobago, La India, Taiwán e Islas Cook, Alexander Zimmerman había estado casi todo el año entrenando en Australia. En octubre sus padres viajaron a Florida para estar con él, aunque fuese solo unos días, durante su competencia.

Rocío Vega González recuerda que cuando su hijo cruzó la meta en la última regata y se coronó campeón mundial, se quedó sentado en su bote. Esperaba que salte al agua, que se ponga a festejar, pero él estaba ahí, quieto, mirando su velero. Entonces fue ella la que saltó al agua y nadó hasta él para abrazarlo.

«Nunca me voy a olvidar de esa mirada, de ese abrazo…duró tanto —recuerda una mañana de febrero en la oficina donde trabaja y se pone a llorar—. Él estaba logrando el sueño de toda su vida y sabía que a la vez se estaba alejando de mí, porque a partir de ahí se le abrían las puertas para un montón de oportunidades».

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Seis meses antes, cuando Alexander Zimmermann no pudo clasificar a los Juegos Olímpicos, ya habían hablado de la posibilidad de radicar en el extranjero para poder competir con timoneles de alta competencia. «Necesitaba foguearse y el Perú no tiene el presupuesto para entrenamientos que sí tienen otros países», explica su madre. 

En enero de 2013, después de una beca al mérito deportivo en la University of Western Australia, la corazonada de Rocío Vega González se cumplió y el Tigre —como le dicen desde que fue el primer niño de su generación en animarse a extender el cuerpo fuera del bote para equilibrar los tumbos del viento— se mudó a la ciudad de Perth, en Australia, para estudiar Administración y Gestión de Recursos Humanos y trabajar como entrenador de vela para niños, mientras se prepara para los próximos Juegos Panamericanos.

Desde allí, después de casi un año, regresó al Perú para navegar en los Juegos Bolivarianos. Llegó una de las primeras noches de noviembre, sin avisarles a sus padres. «Esas tres semanas antes de competir fueron raras porque era como estar en casa, pero a la vez sentirme como que me estaba preparando para un campeonato en otro país, porque primero estaba la responsabilidad de los Bolivarianos».

Esta vez, sin embargo, había algo que le preocupaba. Un mes antes había ganado el Mundial de Sunfish en Lewes, Estados Unidos, y el perfil bajo que siempre había tenido en las competencias —aunque ya no dependiera de él— iba a ser difícil de mantener cuando todos aspiran a ganarle a un campeón mundial. Lo importante —dice Zimmermann— era no cambiar nada, competir tal cual venía entrenando desde hacía dieciocho años: enfocarse en su rendimiento, no poder la calma. El resto —los rivales, el mar, el viento, los árbitros— eran cosas que no podía controlar. Pero su bote sí.

El último día de regata entre La Punta y la Isla San Lorenzo, cuando tenía que definir frente a Jean Paul de Trazegnies —un timonel que conoce desde que eran niños—, Zimmermann estaba en desventaja. «Nunca había visto a Jean Paul así. Navegó increíble, y tenía un poco la sartén por el mango, pero seguí mi estrategia y me quedé tranquilo».

Aquella tarde, en la partida de la penúltima regata, el campeón mundial se volvió a equivocar: cayó atrás y le dio una ventaja extra a De Trazegnies, pero no se dio por vencido. Peleó la regata hasta recuperar sus posiciones y, en la última competencia, cuando nadie lo esperaba, liquidó la estrategia y se quedó con la medalla de oro.

Una tarde en la casa de sus padres, días después, diría aquello que muchos descubrieron cuando él todavía era un niño y apenas podía treparse al bote:

«Sé que cuando me quedé atrás en esa anteúltima partida, mucha gente pensó “El Tigre ya está: murió ahí”. Pero siempre, pase lo que pase, voy a luchar».

Publicado en Revista Regatas, Febrero de 2014.