La niña tiene el ceño fruncido, la mirada perdida en algún punto impreciso del campo de golf y la mueca que hace ahora, con la boca, parece predecir que algo va a pasar. Parece a punto de llorar. 

Está parada junto a su hermano mellizo, que acaba de ganar la copa del torneo interno de golf en Villa, y junto a ellos está el chico que se quedó con el segundo puesto. Ella volvió a perder y ahora, mientras intenta contener el llanto, posa para que su padre les tome una foto.

La pequeña se llama Anneke Strobach y detesta el golf con toda la rabia que es capaz de sentir a los cinco años, aunque en poco tiempo se convierta en campeona nacional y dispute los primeros puestos en los torneos sudamericanos Prejuvenil y Los Andes. Pero de eso, ahora, no tiene ni la sospecha.

  

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Lone Kolind-Hansen estaba segura de que los golfistas no necesitaban un don para ser los mejores. Su disciplina —creía— era capaz de desarrollar campeones, por más que al inicio tuvieran un swing horroroso. Ella misma había comprobado que la habilidad solo dependía de varios años de práctica. Por eso, cuando sus hijos Anneke y Felipe tenían tres años, los empezó a llevar al campo para que tomen sus primeras lecciones. Su marido, Felipe Strobach, también quería aprender y creyeron que era el momento ideal para compartir en familia el deporte que ella había aprendido cuando era niña, aunque entonces su hija lo detestara.

«Cuando son chicos puedes preguntarles qué es lo que les gusta, pero también creo que los padres, que tienen más experiencia, tienen la obligación de guiarlos», dice Kolin-Hansen, doce años después en su casa en La Encantada de Chorrillos.

Los primeros años, mientras Anneke tomaba las lecciones de golf con su hermano, también iba a jugar al tenis y estaba aprendiendo ballet, pero con el tiempo sus padres se dieron cuenta de algo: para ser la mejor, su hija necesitaba enfocarse en una sola cosa. En esa época una lesión ya la había dejado fuera del tenis y su padre se encargaría del ballet. Nunca podría olvidar el llanto de Anneke cuando la fue a buscar a su última clase, pero los Strobach no dudaban.

«Me daba cuenta de que no le gustaba el golf —cuenta su mamá—, pero los chicos te dicen “Quiero tabla” y están dos meses felices y después lo dejan; “Quiero básquet” y al poco tiempo también lo dejan». Es una tarde de julio y acaba de regresar de la agencia de medios donde trabaja como administradora. Ahora está sentada en la sala de su casa, una habitación de techos altos, ventanales y grandes sillones, decorada con dos réplicas a tamaño real de los guerreros de terracota que custodian el mausoleo del primer emperador de China, Qin Shi Huang. «Ella adoraba el ballet pero no tenía mucha flexibilidad —cuenta— y ahí es mucho más necesaria que en el golf. Pensábamos que más adelante se iba a sentir frustrada, y fue por eso que procuramos que se concentre en una sola cosa».

Esa única cosa, está claro, era el golf.


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Fotos: Alonso Molina


Anneke Strobach está practicando el putt, ese tiro preciso que va directo al hoyo, en el campo de golf de Villa en Chorrillos. Es una tarde gris de invierno y desde el green solo se escucha la rompiente del océano Pacífico, justo detrás de las lomas que delimitan la cancha. Esta semana las olas están más altas que de costumbre y al llegar a la costa hacen un ruido seco, como el de un trueno. La golfista que acaba de ganar el Campeonato Nacional de Aficionados y en unos días se jugará la clasificación a los Sudamericanos no parece prestarles atención. Sigue concentrada, mira hacia el hoyo y golpea, suave, la bola.

Hace trece años, cuando los mellizos Strobach empezaron a jugar en este mismo campo, necesitaban que sus padres los carguen de hoyo en hoyo. En esa época aún no existía la categoría Super Minis en el golf, y empezaron jugando nueve hoyos con los chicos más grandes. Para eso necesitaban caminar cuatro kilómetros y medio, una distancia que a los tres años les resultaba imposible. «Los palos eran más grandes que ellos —recuerda su madre—. Los primeros hoyos caminaban, pero los últimos ya no aguantaban más, así que le pegaban a la bola y los llevábamos en brazos hasta el siguiente para que hagan su tiro».

Los chicos solían empezar a los cinco años, pero el profesor de la academia había probado a los hermanos Strobach como una excepción. No le tomó mucho tiempo darse cuenta de que eran obedientes y que sus padres eran extremadamente disciplinados. Por eso los tomó como alumnos. Aunque eso haya sido lo que menos deseaba la niña.

«Lo odiaba —dice Anneke Strobach mientras camina al siguiente hoyo—. Quería estar con mis amigas y mis papas no me dejaban. Me decían que no, que tenía que ir a la academia y al día siguiente íbamos al colegio y todas hablaban de lo que habían hecho el día anterior y yo siempre me quedaba afuera», recuerda.

Hubo días que hizo berrinches, que fue llorando, que simuló quedarse dormida y que se escapó de la clase, con alguna excusa, tantas veces como pudo. Pero nunca dejó de jugar. A su hermano, en cambio, le encantaba. Torneo que había, torneo que Felipe Strobach jugaba y ganaba. En su cuarto tenía una repisa llena de trofeos y Anneke, que también tenía su propio estante, tenía un solo trofeo. «A ella no le gustaba pero se esforzaba tanto como su hermano y no lograba ni la décima parte —cuenta su madre—. Lo máximo que podía llegar era al segundo puesto o tercero. Creo que por eso no le gustaba, se sentía frustrada, pero esto es un poco como apostar en el casino. Uno dice “En algún momento va a llegar. En algún momento”».

Y el golpe de suerte llegaría poco antes de viajar a Miami, donde se convertiría en la campeona del torneo Doral-Publix Junior Golf Classic, que reúne a golfistas aficionados de todo el mundo. «Ahí, cuando empezó a ganar, le empezó a gustar —contará días después Lone Kolind-Hansen—. Mientras pasaba el tiempo más práctica tenía y por lo tanto iba jugando mejor».

Ahora, Anneke camina hacia la pelota. La acompaña su padre, que mira a lo lejos a su hijo Felipe Strobach, tres hoyos adelante.

—Siempre vengo con él —dice Anneke levantando la vista hacia su hermano—, pero se va y yo practico sola. Antes me ganaba siempre, pero ahora le gano yo y se pica.

Llevan jugando juntos en esta cancha más tiempo del que pueden recordar. Piensan que después de los consejos, las discusiones, las burlas y de llegar a un punto donde no pueden más que detestarse, no les queda más qué hablar. Pero en seguida se arrepienten y —aunque sea a una distancia prudente, como ahora— se sienten un poco menos solos.

—A mí tampoco me gusta perder, pero no me doy por vencida —sigue contando mientras arrastra los palos por el campo—. Sé que siempre puedo jugar mejor. Acá aprendes a ser paciente y siempre estás rodeado de un montón de gente. Entonces no te queda otra que aprender a ser sociable.

Strobach escucha por primera vez a su hija y le lanza una broma.

—Lo bueno del golf es que si tienes un buen día le puedes ganar a Tiger Woods.

—Estás loco —le contesta Anneke, mientras acomoda sus palos frente a una pequeña zona llana, rodeada de pinos. Se está preparando para golpear la bola.

—Sí que puedo y tú también.

—Nada que ver. Estás loco. La cabeza juega un montón pero tampoco como para ganarle. Fácil en cinco años, cuando juegue mejor y haya conseguido la beca en Berkeley, pero para eso todavía falta —le contesta confiada y se acomoda. Mira el hoyo, la pelota, el hoyo de nuevo, respira, y entonces sí le pega.

En su voz, por un instante, no hay balbuceos. Parece tener la misma confianza de Lone Kolind-Hansen cuando esperaba ese momento: después de tanto apostar, al fin llega el golpe de suerte.


Publicado en Revista Regatas (Perú), Agosto de 2013.