Natalia Málaga es la entrenadora más deslenguada del Perú. La selección de vóley que dirige ganó la medalla de oro en los últimos Juegos Bolivarianos. Fue elegida en una encuesta como el personaje más influyente del país por segundo año consecutivo. Algunos la ven como una mamá furiosa que intenta corregir a sus hijos. Otros creen que maltrata a sus jugadoras. Pero ella dice que sólo intenta formarlas. ¿Se pueden enseñar valores a gritos?



Un grito se escucha en el coliseo SH Vodova de República Checa. 

—¡Muevan el culo, carajo!

Es una noche calurosa de junio de 2013 y Perú se juega el noveno lugar en el Mundial J uvenil de vóley, en un partido frente a Bulgaria. En el estadio checo, a unos cuarenta kilómetros de Austria, resuena el vozarrón áspero de la entrenadora de la selección peruana. Natalia Málaga tiene los tendones del cuello tensos, como a punto de desgarrar la piel.

—¡Las quiero ver ganar, cojudas!

Las peruanas ya perdieron el primer set y ahora, en el inicio del segundo, el metro ochenta y ocho de la búlgara Silvana Chausheva bloquea el ataque de Danae Carranza. Punto para Bulgaria.

Natalia Málaga tiene la cara roja, pega pisotones contra el suelo y, por un momento, parece que se va a meter dentro de la cancha.

—¡Pongan huevos, mierda!

Su filosofía es la de los domadores de circo. Ellos tienen un látigo y la entrenadora, el grito.

Pero hubo un tiempo en que Natalia Málaga se quedaba callada. El que gritaba, entonces, era el coreano Man Bok Park, ese entrenador severo que tuvo en 1988. La única vez que la selección peruana de vóley ganó una medalla olímpica.


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En 1988, cuando aún no había caído el muro de Berlín, Natalia María Málaga Dibós, hija del ingeniero agrónomo Manuel Málaga Bresani y de Ida Dibós Chappuis, la menor de nueve hermanos, tenía 24 años y era una de las doce voleibolistas de la selección peruana que viajaría a Seúl junto al entrenador Man Bok Park. 

Cuando la congresista y ex jugadora Cecilia Tait la conoció, a principio de los años ochenta, Málaga ya había aprendido a compensar con sus saltos la baja estatura –un metro setenta y uno- que siempre tuvo para el vóley. Era, también, una de las campeonas del Sudamericano de menores en São Paulo, en Brasil; los juveniles de Rancagua, en Chile, y Santa Fe, en Argentina, y subcampeona del Mundial Juvenil de México. Sin embargo, el entrenador coreano la haría llorar en los entrenamientos como no lo habían conseguido sus hermanos mayores años antes, cuando Natalia Málaga todavía era una niña y no la dejaban jugar con ellos porque le decían que era mantequilla, o cuando su hermano Jaime por fin aceptaba y la ponía a atajar unos pelotazos furiosos que iban directo a su cuerpo, cuando todavía era una niña pequeña y delgada.

«No he visto a nadie más empeñosa que ella –diría Tait veinticinco años después, desde su despacho del Congreso-. No tenía las condiciones de talla y tenía que hacer el doble que otras, y es un mérito que lo haya logrado».

Dicen de Man Bok Park que era un hombre implacable, que sus miradas y sus gritos en un español rudimentario podrían haber derrumbado a cualquiera. «Estábamos entrenando y en lugar de decirte ´oye la pelota se está cayendo, fíjate’, venía el chino y te decía ‘tonta, no sabes jugar’ –contará Natalia Málaga-. Yo por dentro estaba ‘Chino de mierda, ¿qué no se jugar? Ahora vas a ver que sí puedo y después me vas a estar rogando para jugar». Otras veces, cuando una de sus voleibolistas fallaba en alguna jugada durante los entrenamientos, la enfrentaba a una de sus compañeras. Escogía a una y le decía: «Tú sí sabes, enséñale». Así hirió el orgullo de más de una de sus jugadoras, pero ellas en lugar de derrumbarse competían entre sí para demostrar cuán equivocado estaba.

«Le teníamos mucho respeto –dirá otro día la también ex jugadora y congresista Gabriela Pérez del Solar–. Miedo también. Era casi como un servicio militar. Si hacías algo mal Man Bok Park te agarraba a pelotazos».

Dicen que la única que podía bromear con él era Málaga, que ella le hacía bromas y lograba hacerlo reír. «Pero él, también, era el único que le sacaba la madre –contará Tait-. Se tenían un amor-odio deportivo impresionante. La hemos visto llorar a Natalia cuando no le salía algo que Man Bok Park quería. Y él, en su idioma espanglish-coreano, en lugar de decirle eso, largaba su ‘Esta chica no entendiendo’». 

—Era un monstruo. Ese sí que no te hablaba bonito -dirá Natalia Málaga una mañana de diciembre en el coliseo de vóley del club Regatas, minutos antes de entrenar.

Con ese hombre, que hoy parece una leyenda, viajó hace veinticinco años a Corea del Sur para jugar en los Juegos Olímpicos de Seúl. Ese mismo año, Gorbachov sería elegido presidente de la Unión Soviética, Osama bin Laden fundaría Al Qaeda en algún rincón de Pakistán, y en el Perú se produciría la masacre de Cayara. Pero los peruanos recordarían 1988 como el año en que la selección de vóley ganó por única vez una medalla olímpica.


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Foto: Alonso molina


Diáfano es el cielo. 

Desde el coliseo de vóley del Club Regatas, a pocos metros de la playa Pescadores, en el distrito de Chorrillos, todavía se escucha el ruido seco de las olas que rompen contra las piedras del muelle.

Es una mañana de diciembre, temprano, y los pocos carros que pasan a esta hora por la avenida Chachi Dibós rumbo a La Herradura todavía no logran ocultarlo todo con sus motores y cláxones.

Allí, sentada en una de las bancas del coliseo, antes de ir al gimnasio, Natalia Málaga dice:

—A mí no me gusta perder el tiempo.

La entrenadora de la selección nacional de vóley se tomó una semana de descanso después de los Juegos Bolivarianos, y ahora es ella quien se pone a entrenar.

—Me gusta jugar pero ya me da flojera.

No lo hace profesionalmente desde hace unos cinco años, pero a veces se mete a la cancha con sus Matadorcitas y parece que eso no hubiera ocurrido nunca.

—La pelota no pasa la red y les da rabia, se ponen piconas.

Natalia Málaga parece estar convencida de que el mundo es de los obstinados, de esos que no se dan por vencidos. Y puede imponerse una disciplina que no tiene, siquiera, con sus jugadoras. En el gimnasio, por ejemplo, cuando el entrenador la manda a hacer su rutina de ejercicios, nunca descansa entre serie y serie.

—Estoy acostumbrada. Vengo entrenando desde el ochenta y no me gusta desgastarme mucho tiempo en algo que lo puedo hacer en menos. Entonces no paro hasta que no me voy arrastrando. No sé si es mi cuerpo o mi cabeza que me dice que tiene ser así, pero siento que es la única forma de llegar.


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En febrero de 2009, después de haber jugado en Italia, Brasil y tras haberse retirado de las canchas en la liga peruana, Natalia Málaga empezó a trabajar como asistente del técnico coreano Cheol Yong Kim. Tenía 45 años y pocos meses después llegaría a ser la entrenadora del equipo juvenil de vóley.  

Desde el inicio, los gritos e insultos que le lanzaba a sus jugadoras en los tiempos técnicos se volverían el centro de una polémica en los medios de comunicación y las redes sociales. Natalia Málaga pronto pasaría a ser conocida como Doña Barbara o Mala Mala, una mujer que parecía estar en un límite impreciso entre la tirana de la novela colombiana y la imitación exagerada del humorista peruano Carlos Álvarez.

En el país nunca había visto a una mujer insultando así, sin contenerse, por televisión. Pero en el 2010, cuando sus jugadoras alcanzaron la medalla de bronce de los Juegos Olímpicos de la Juventud y el subcampeonato del Sudamericano Juvenil de Antioquia en Colombia, las críticas se fueron acallando. La clave, parecía, estaba en la disciplina de la escuela asiática.


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— ¡¿Saben lo que están haciendo? Están dando vergüenza! –les grita Natalia Málaga a sus jugadoras durante el tiempo técnico.

Es una noche de julio de 2012 y Perú está perdiendo por 2-0 ante Italia en el Coliseo Eduardo Dibós durante la segunda ronda del Mundial Juvenil.

Las Matadorcitas la rodean en círculo, miran al piso, pero Málaga sigue:

— ¡Perdieron todo lo bueno que se empezó a hacer! ¡Todo! Es una mierda lo que estamos haciendo ahorita ¿Para qué entraron? ¿Para que las vea su mamá y su papá? Están preocupadas en las entradas, en quién viene a verlas en lugar de jugar. ¡En eso está su cabeza!


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«Los insultos funcionan como una especie de válvula de escape frente a tanta presión –dice la lingüista Paola Arana Vera-. Cualquier persona, en una situación que lo merezca, puede utilizar groserías. En realidad, uno debe adecuar su modo de hablar de acuerdo a la situación a la que se encuentre. Y esto ocurre en cualquier estrato social. Quizás en Natalia Málaga llama la atención porque es una mujer la que dice groserías tan abiertamente; pero en una situación de tensión, como la del juego, no creo que se preocupe mucho porque la estén mirando por televisión».


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Una semana antes de empezar a jugar el Sudamericano Juvenil de Brasil, que convertiría al Perú en campeón después de treinta y dos años, la voleibolista Luciana del Valle estuvo a punto de dejarlo todo. Durante meses soñó que Natalia Málaga le decía que se levante, que tenía que seguir entrenando y más de una noche se despertó parada junto a la cama. Pero una tarde, siete días antes de la concentración, regresó llorando a su casa. Su mamá, Albina Pipoli, recuerda que ese día Natalia Málaga les había gritado durante todo el entrenamiento. «Luciana decía que no quería saber más nada, que no quería entrenar más». Al día siguiente, Del Valle fue a entrenar como todos los días y, semanas después, esa misma jugadora decía que si bien era una entrenadora estricta siempre las acompañaba y las aconsejaba, que cuando les gritaba solo era para hacerlas reaccionar. 

«No creo que denigrar a una persona frente a miles de personas se la manera más adecuada. Le hemos dicho, pero ese es su estilo y no va a cambiar. Yo no dejaría que mi hija sea entrenada por ella. A mí no me enseñaron así», había dicho, días antes, Cecilia Tait en una entrevista en RPP. Y entonces Málaga le contestaría por televisión: «La vaca a veces se olvida que fue ternera».

Un año después, en su despacho del Congreso, Cecilia Tait parece haber cambiado de opinión. Cree que Málaga ha aprendido de sus errores. «La misma exigencia que ella ha recibido es la que le pide a sus jugadoras –opina ahora-. La única diferencia es que nosotras no sabíamos si nos insultaban en coreano porque no entendíamos, pero en el fondo los gritos y el ‘Vuelvan a repetir’, ‘Vuelvan a matar’ eran casi lo mismo que ahora veo que hace ella».


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«El liderazgo de Natalia Málaga –dice el sociólogo Aldo Panfichi- es controvertido. Su popularidad se basa en el éxito deportivo pero también se complementa con una serie de factores. Por un lado, tiene un trato fuerte con sus jugadoras, que la gente percibe como transversal a todos los estratos sociales, porque no hace distinción por origen y color de piel; y en una sociedad con una fractura social como la que tiene el Perú, eso se percibe como un trato igualitario. Por otro lado, en el lenguaje, a partir de las palabras, los giros y gestos, se genera un reconocimiento mutuo. Es una persona que sabe tus códigos y se genera confianza y complicidad. Y, finalmente, está la tradición de verticalidad y autoritarismo. Natalia Málaga tiene una imagen de mamá castigadora: por un lado castiga y por otro cuida. En ese sentido, es un personaje maternalista, por no decir paternalista. Internamente es protectora pero hacia afuera es muy exigente».


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Dentro de unos días Natalia Málaga será elegida por los peruanos como el personaje más destacado del 2013 en una encuesta nacional. Es el segundo año consecutivo y muchos ya empiezan a reclamar la misma mano dura para la selección masculina de fútbol, que lleva treinta y dos años sin clasificar a un mundial. Pero ahora, después de hacerse cargo de la selección de mayores y ganar la medalla de oro en los Juegos Bolivarianos, Natalia Málaga se prepara para irse de viaje a Disney con sus jugadoras -paseo que tendrá una versión televisiva en un canal local-. Es la misma mujer exigente que días antes les gritaba desde el borde de la cancha, pero ahora las lleva al parque de diversiones. 

—Mucha gente dice que soy una amargada, histérica, menopaúsica, que me tiene que tratar un psiquiatra, y que cómo le puedo decir esas cosas a niñas de 16 años, pero ellos no saben lo que son esas niñas durante las cuatro o cinco horas de los entrenamientos.

Dice que los gritos y los insultos son parte de las situaciones que se generan en el momento de juego, que si ve a todo el equipo esforzándose y una de las jugadoras no está haciendo las cosas como las tiene que hacer -con la actitud, concentración y el esfuerzo que le exige a todas-, no se puede quedar callada.

—Tengo que arriarla igual, porque la función de todas es exactamente la misma.

La lógica de Málaga parece indicar que una jugadora no tiene que preocuparse cuando ella le está gritando. Si lo hace es porque le interesan, porque tienen condiciones. Y Las Matadorcitas lo entendieron. Por eso, ahora la valla es más alta.

—Yo quiero más y quiero más. No me maltrato, pero se empieza a sentir la presión del trabajo, porque tiene que salir bien. Estoy súper contenta. Ellas han empezado a creer que lo pueden lograr. Hay mucho material para trabajar y, pucha, no jodan, yo ya lo he vivido con Man Bok Park. Yo jugaba a esa misma edad y he pasado por lo mismo. Pero una, si tiene valores, cree que puede hacer las cosas bien.

Confiar en que el mundo es de los obstinados. Como ella.


Fotos: Alonso Molina.

Publicado en Revista Regatas, Enero de 2014.