Aparece como un fogonazo. No es habitual, pero a veces uno tiene la seguridad de que lo van a matar en menos de media hora. Rodrigo Abd la tuvo una noche de marzo de 2012 debajo de un árbol de olivo en la ciudad de Idlid, en Siria. Estaba con Ahmed, el camarógrafo argelino con el que había llegado semanas antes y un militante que había grabado parte de la resistencia para Al Jazzera. Ahora, mientras esperaban la señal para escabullirse en el túnel que salía de la ciudad, el chico lloraba y repetía unas palabras en árabe que Abd no podía entender. Estaban en un descampado. No había casas, no se veía la autopista de la cual les habían hablado, ni a Wahel, ese estudiante de ingeniería sirio que los había ayudado desde que llegaron y ahora chequeaba si la salida estaba libre. Tampoco a otros hombres. Pero sabía que estaban ahí. Como sabía que esas ráfagas de las metralletas estaban cada vez más cerca. Se sentía el rumor del ejercito sirio avanzando, los gritos cada vez más claros. 

Entonces, mientras Abd intentaba liberar peso de su mochila para la carrera de varios kilómetros que tendrían del otro lado del túnel, volvió a escuchar el grito del militante y a Ahmed repitiéndole unas palabras en árabe y, luego, en inglés «No, nos van a matar». Abd volvió a sentir el frío penetrando en los huesos y se concentró en la mochila. Agarró un manojo de ropa y la tiró junto al olivo, con su bolsa de dormir. No podía dejar de pensar en la noche anterior: en esa ciudad a oscuras cercada por el ejército de Bashar al-Asad, en el ruido de los disparos, en la desesperación que sintieron en la mezquita, después de la oración de las siete, cuando se dieron cuenta de que aquel hombre que los sacaría de Idlid ya no iba a llegar. En los médicos de la Cruz Roja que los dejaron pasar la noche en la posta porque ya no tenían a dónde ir, en cómo se esforzaban por salvar a la gente que llegaba, aunque tenían poco más que unas camas. En esa mujer de ojos verdes, ensangrentada, que fotografió esa noche llorando a su marido y a sus dos hijos, en los heridos, en los muertos, que cada vez eran más. Entonces, Abd no podía dejar de pensar que en cualquier momento iban a llegar los soldados y los iban a matar. Y ahí, en ese momento, escuchó el silbido de Wahel que esperaban para correr hacia el túnel.


                                                             ***


—Era horrible —dice Abd un año después en la sala de su departamento de Barranco, mientras toma mate con su esposa—. El horror de la guerra es jodido. No tiene nada que ver con esta cosa de las películas de Hollywood, donde hay un montón de actos heroicos. Eso no existe. 

Rodrigo Abd había llegado a la provincia de Idlid tres semanas antes de aquella noche del túnel. En Turquía se había reunido con Ahmed, un camarógrafo argelino que creció en Bélgica y cubrió conflictos en África y Medio Oriente durante los últimos veinte años. Cruzaron la frontera con un grupo campesinos que traficaban aceite y pañales entre Turquía y Siria. Iban a cubrir la resistencia del Ejército de Liberación desde la ciudad que ya empezaba a ser sitiada y, por supuesto, no tenían la autorización del gobierno de Bashar al-Asad, que lo que menos deseaba era tener reporteros rondando la ciudad que se le había sublevado.

Del otro lado los esperaba un auto que los llevaría por distintos pueblos hasta llegar a la ciudad de los rebeldes. Allí, en la oficina que los militantes tenían preparada para los periodistas, conocieron a Wahel, el estudiante de ingeniería que desde entonces se convirtió en su guía dentro de la ciudad y los refugió primero en la casa de su hermana, y luego, a medida que el ejército tomaba la ciudad, en la casa de sus padres y en la de un amigo, hasta que finalmente los ayudó a salir.

Durante las primeras semanas habían encontrado a la ciudad de Idlid con esa calma rara, que tiene en el aire el rumor de los bombardeos que se acercan. Abd entonces fotografió esa cotidianeidad en medio del conflicto, como aquel niño jugando con un arma, que días después aparecería en todos los periódicos del continente. Algunas noches miraban por televisión los enfrentamientos en Homs y otras se iban a dormir escuchando silbidos y bombazos cada vez más cerca, hasta que el ejército, poco a poco, entró en la ciudad. Entonces vinieron las imágenes de aquel niño sentado en el suelo, llorando junto al cuerpo de su padre que había sido asesinado minutos antes, y a su lado, aquel hombre que le acariciaba la cabeza como queriendo consolarlo, rodeados de gente horrorizada. Vinieron, también, la de los rebeldes cavando en el asfalto para poner balones de gas que harían volar para defenderse de los tanques de guerra y una familia corriendo para escapar de los combates en la esquina de su casa.

—Las víctimas en su mayoría era gente del pueblo, civiles, que tampoco tenían a dónde ir. En ese momento la guerra era muy incipiente, no había campos de refugiados, no tenían medios, ni siquiera podían salir de la ciudad —cuenta el fotógrafo que un año después ganaría el Pulitzer junto a otros cuatro reporteros de Associated Press por su cobertura del conflicto en Siria.

Fue esa mañana de los bombardeos cuando tomaron la decisión. Había que salir esa misma noche, antes de que el ejército tome toda la ciudad. Habían visto a cientos de hombres llorando a sus hermanos, a niños desesperados junto a los cuerpos de sus padres, a mujeres llorando a sus hijos. Y allí, en el medio del caos, su compañero Ahmed había podido hablar con uno de los rebeldes «¿Qué puedo hacer si tengo a mi hermano moribundo en la Cruz Roja y a mi primo peleando al lado mío? Me voy a quedar acá», le decía el hombre en perfecto inglés.

—El tipo estaba casi anunciando su muerte —cuenta ahora Abd, mientras camina hasta la cocina para calentar agua en la tetera—. Y como él había miles, pero no había ninguna idea de que los iban a derrotar en las trincheras. Se quedaban porque no tenían a dónde ir y también por una cuestión de lealtad de que si su familia y sus amigos estaban muriendo, por qué ellos no iban a morir por la misma causa.

En la sala solo se escucha la voz del fotógrafo argentino, el silbido de la bombilla cada vez que toma mate y, también, unas sirenas, que parecen acercarse. Horas después, mientras camine por la avenida Pedro de Osma, verá una combi y un taxi abollados, con los vidrios arrancados de cuajo, a un lado de la pista. Pero ahora solo escucha las sirenas, a pocos metros de su casa, y no parece inquieto.

Durante los diez años que vivió con su esposa en Guatemala conocieron esa violencia que puede estallar en cualquier momento. La descubrieron de golpe, caminando por la calle, con un cadáver descuartizado en medio de la ciudad, con el olor a sangre y luego, durante un año, él también la vivió en Afganistán.

En Lima cambiaron las lluvias tropicales por el cielo gris —que Adb también retrató en un ensayo fotográfico— y descubrieron una ciudad distinta: caótica, desigual, menos sangrienta, pero de otro modo también violenta. «Creo que es muy importante contar la historia del VRAE y de este país que está creciendo pero muy desigualmente, de los pueblos enteros que están siendo arrasados por el desarrollo brutal de los últimos años, pero a costa de qué y de quiénes», dice.

—¿Crees que el trabajo de los fotógrafos y los periodistas genera algún cambio?

—Por eso lo hago. Uno no va a cambiar el mundo, eso está claro, pero si puede echar luz sobre algunas cosas creo que está bueno aportar algo. ¿Qué significa eso? En el mejor de los casos que se abra un debate, que la gente se cuestione algunas cosas, como cuando hice el ensayo de la discriminación con los negros que tienen que trabajar como cargadores en los funerales. Eso no va a cambiar su realidad, pero al menos la gente se empezó a cuestionar algunas cosas.

 —Hay quienes critican a los fotógrafos, y también a los periodistas, por esta mirada que deja afuera a los más poderosos, ¿crees que hay una deuda ahí?

—Puede ser. Es mucho más difícil acceder a ellos porque por lo general tienen mucho más que ocultar. Ahora hay toda una movida en Latinoamérica de retratar a las clases medias que me parece interesante pero, por otro lado, también es cierto que a los poderosos los vemos todos los días, en todas las páginas de sociales de los diarios y revistas, entonces no creo que haya que dejar de cubrir los conflictos sociales o mostrar lo otro. Tengo colegas que dicen que Latinoamérica siempre está asociada a la pobreza. Sí, es cierto, porque es rica y a la vez es pobre. Pero eso hay que contarlo. Creo que el gran tema que nos une es esa desigualdad, y es un tema que también me interesa contar.