Hay un caimán degollado sobre la mesa. Una mujer lo disecciona con movimientos rápidos. A su lado, en otra tienda, ofrecen a gritos cerveza helada. Los mototaxis pasan junto a los puestos del mercado Belén en Iquitos y hacen un rugido ensordecedor, pero la mujer sigue concentrada en el animal muerto.  

Un hombre la mira desde lejos. Ella no lo sabe, pero él mira hipnotizado esos movimientos violentos. Y, entonces, se acerca.

-Señora, ¿le puedo sacar una foto?

El cuchillo se detiene en el aire. La mujer levanta la vista en silencio y le sostiene la mirada.

-Mire, le voy a dar cinco dólares.

-Ok.

-Bueno, agarre el caimán de la cabeza y mire a la cámara. Espere. Antes, por favor, sáquese el suéter  y quédese con la blusa, así se le ve el cuello.

-Usted –le dice a la mujer del puesto vecino- ¿me vende tres cervezas? Póngase acá con una botella.

-Señora –se vuelve a la primera– sáquese la chancleta y ponga el pie arriba de la silla así se ven las uñas rojas.

Entonces, cuando las dos mujeres obedecen, dispara.


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«Exorcizo mi parte salvaje, violenta, una especie de indio vengativo. Es el resentimiento del mestizaje. Tenemos la misma sangre y los mismos abuelos esclavos y hay un momento en que hacemos crac y su mirada es mi mirada. Nos volvemos frágiles y nos preguntamos ¿para qué carajo estamos en este mundo? ¿Cómo solucionamos las cosas que no se solucionan?», dice ahora ese hombre. Es el fotógrafo argentino Marcos López, el principal representante del pop latino y el sub-realismo criollo, autor de tres libros, docente itinerante, conferencista y responsable de más de treinta exposiciones individuales en Nueva York, París, Madrid, Buenos Aires, Sao Paulo y Lima, entre otras ciudades. 

«Me apropio de América Latina como si fuera el patio de mi casa», dice recostado en un sofa de su casona antigua, en el barrio porteño de Constitución. A su alrededor hay bustos de Eva Perón y del Che Guevara, una sirena mexicana, jarras en forma de pingüino, un tapiz, un espejo y un conejo rojo. Hay también una biblioteca. Y allí, entre libros de pop art, fotografía y lucha libre, está Recuerdos de Iquitos, la obra en la que el pintor Christian Bendayán reúne a otros artistas amazónicos. «Desde que lo descubrí, Iquitos era como la meca. El deseo». Uno de esos que de tanto quererlos asusta. «Me daba miedo ir porque era como que a un chico de campo lo lleves de vacaciones a Las Vegas».

Tres años después, el director argentino Pepe Tobal le propuso hacer un documental: quería registrar su proceso creativo recorriendo las ciudades más surreales de América Latina. Presentaron el proyecto en el Instituto Nacional argentino de Cine y Artes Visuales (INCAA) y ganaron el premio en la categoría Serie Documental. Entonces, Marcos López viajó a Iquitos.

«Fui a conocer a mis maestros: Luis Sakiray, Lu. Cu. Ma y Ashuco, como quien viaja a París para ir al Louvre. De hecho nunca fui al Louvre. Jamás haría esa cola, prefiero ir a un bar y tomarme una cerveza». Vuelo de cabotaje. Retrato de un retrato registra la mirada de uno de los principales fotógrafos latinoamericanos durante su travesía desde la provincia argentina de Santa Fe, las ciudades de Carlos Paz, Mar del Plata, el conurbano bonaerense hasta la Triple Frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil, La Paz e Iquitos. Captura todo: las escenas populares y el pop art de sus fotografías, su deambular por las ciudades, sus conversaciones, los silencios, la construcción de sus retratos.

«Fui desde La Pampa gringa hacia la América Bolivariana, la América desértica y la América selvática en un viaje épico. Mezclando el arte popular con el pop art, el documental clásico, el comic y la psicodelia amazónica. Haciendo una mala copia de Andy Warhol mezclada con el pintor Antonio Berni –un argentino nacido a inicios del siglo XX, que redefinió el arte político y social–», dice ahora, sentado en un sofá, mientras apoya las piernas sobre la mesa de centro de su sala. Pero allí, en medio de esa explosión de colores e imágenes, también están sus recuerdos. Porque en esos lugares, también había algo más del irreverente fotógrafo argentino. El hijo de un ingeniero y una maestra que creció en un pueblo de la provincia de Santa Fe. El mismo que estudió Ingeniería por pedido de su padre y abandonó la carrera el último año, después de un viaje por Bolivia y Perú, como fotógrafo aficionado a fines de los setenta.

«Empezamos el viaje en Santa Fe, con mi mamá y mis amigos de la escuela secundaria, porque ahí está ese conservadurismo católico, ese sincretismo religioso afrolatinoamericano, con mi mamá prendiendo velas a los santos. Porque todo eso soy yo», cuenta López. Desde ahí hasta la playa Mar del Plata y las sierras del centro del país en la provincia de Córdoba, dos lugares de veraneo tradicionales, que se convirtieron en un emblema de la identidad argentina. «Es el recuerdo de mis vacaciones de la infancia y Carlos Paz como una especie de Las Vegas de cartón pintado, con su reloj cucú, las aerosillas y el burrito».

Once años atrás, en ese mismo lugar de Argentina, Marcos López reunió a quince amigos y un productor teatral. Compraron vino barato, soda y prepararon un asado para recrear La Última Cena. Aún no lo sabían pero pocos días después se desataría la crisis política y económica del 2001. Entonces, su fotografía Asado en Mendiolaza no tardó en convertirse en un ícono del arte pop argentino.


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En 2012 Marcos López y el director Pepe Tobal iniciaron otro viaje: al conurbano bonaerense, El Alto en Bolivia y la Triple Frontera. «Ese es el nuevo epicentro energético de América Latina. Ciudad del Este, en Paraguay, es como una especie de Times Square y Wall Street, donde podés comprar un arma, una Mac o un kilo de pollo. Pero Iquitos superó todas mis expectativas con su barroco psicodélico, erótico, selvático, su caos urbano, su cementerio, su libertad, el calor, la selva como exceso». 

Allí descubrió una relación diferente con el erotismo y la sensualidad. En el mercado de Belén encontró un negocio donde vendían pasteles y adornos para fiestas de cumpleaños. Allí mismo tenían muñecos de Popeye con el pene erecto al lado de Olivia, Mickey Mouse y Barbie. A su alrededor había mujeres, niños, vendedores. Y todo era normal. Marcos López, en cambio, habla de desborde.  «Bueno, desborde para mí, que siempre fui un reprimido. Me impresionó tanto que no lo pude fotografiar. Pero eso también habla de quien soy: un niño de colegio de curas».


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«Sobrevivo entre recuerdos (…). Fantasmas de la revolución. Muertos. Almas en pena. Un burro. Una nadadora china que lloró porque salió cuarta. Andy Warhol. Un Pedro Infante que no canta porque no consigue la pila. Los muñecos son mi sostén», escribiría semanas después para su retrospectiva Debut y despedida. 

Pero esta mañana gris, con una llovizna ligera, hablará de otros fantasmas: los suyos. «¿Para qué sirve el progreso? El mundo está cada vez peor. De eso, en un punto, también me interesa hablar con mi trabajo». Ahora, su voz es pausada.

Como la de un sobreviviente.

—¿Qué otras cosas te interesan?

—Trato de redefinir el color local y la textura del color, que finalmente van cambiando. En Iquitos, por ejemplo, había un indígena con la camiseta trucha –falsa– del Barcelona. Y ese celeste flúor es el nuevo color de América Latina. Ya no me interesa hacer fotografía de hallazgos o capturas espontáneas. Cada vez fotografío menos, porque soy más riguroso, y cuando lo hago interactúo con la gente y con el espacio. Hay un caos visual que intervengo y desordeno más, pero todo está controlado en realidad. Me gusta esa recreación teatral porque ¿qué es lo real? Para el mundo aymará hay una relación con el tiempo y el espacio diferente, los chamanes selváticos se comunican con los muertos y el budismo tiene otros conceptos de realidad. Entonces, ¿qué es documentar la realidad?

-¿Cuál es el límite de esa recreación?

-El respeto y el sentido común. Hay gente que creía que yo había puesto las sombrillas de las palmeras en el cementerio de Iquitos. Indudablemente no voy hacer eso. Estaban ahí y es interesante porque muestra la creatividad popular, la libertad, el delirio y el desorden de América Latina, que tiene una belleza propia, de la mano con la violencia económica.

Marcos López es un cazador paciente. Deja actuar al azar. Mira, acecha y luego vuelve. Así, durante cinco días, recorrió Iquitos en mototaxi, fue a discotecas flotantes, caminó esas calles ardientes durante las mañanas, visitó a los artistas populares, recorrió el mercado Belén y luego volvió para tomar fotos. De ese modo construyó una serie que formó parte de la muestra Selva Virgen, curada por Christian Bendayán en el 2012. El mismo proceso que también documentó Pepe Tobal.

—¿Cómo convences a tus personajes?

—Como un vendedor callejero de medias: el tipo sabe vender y convence a la gente. O como los contadores de mentiras en los pueblos del nordeste brasileño, que se sientan y cuentan cosas y la gente les termina creyendo. Pero también hay transparencia. Y en algún punto me interesa que la cuestión económica esté en el medio, porque estamos construyendo algo entre los dos.

—¿Qué te genera ese intercambio?

—Una simbiosis con el otro. Hay un momento en que somos absolutamente iguales, comulgamos nuestras almas y se produce una cosa curativa para mí.

Otras veces, en cambio, trabaja con actores o extras de cine. «Depende del proyecto. Aparte soy muy anárquico. Necesito hacer varias cosas a la vez, sino me aburro. Me invento realidades e intento construir fabulas. Me interesa el delirio latinoamericano, caricaturesco. Después me invitan a festivales de fotografía, como uno que se hizo en Francia, y uno de los organizadores hablaba de diversidad cada diez palabras. Claro, un fotógrafo africano y yo éramos los diversos. Nos habían invitado por eso. Otras veces, en cambio, trabaja con actores o extras de cine. «Depende del proyecto. Aparte soy muy anárquico. Necesito hacer varias cosas a la vez, sino me aburro. Me invento realidades e intento construir fabulas. Me interesa el delirio latinoamericano, caricaturesco. Después me invitan a festivales de fotografía, como uno que se hizo en Francia, y uno de los organizadores hablaba de diversidad cada diez palabras. Claro, un fotógrafo africano y yo éramos los diversos. Nos habían invitado por eso. Entonces trabajo el estereotipo latinoamericano, les digo ok, pero esta es mi cuenta bancaria para que me transfieras mis honorarios».

Casi como un vendedor de artesanías.